miércoles, 10 de marzo de 2010

Como un Fénix


En los días post terremoto, recuerdo como indignados reclamábamos en mi ciudad la falta de agua y de energía eléctrica. Las pilas escaseaban, así que las noches se iluminaban a la luz de improvisadas fogatas callejeras. No habían supermercados abiertos, y sólo podíamos comer pequeñas rodajas de pan amasado. Andábamos hediondos sin poder bañarnos, y la batería de los colapsados celulares se estaba agotando. Fueron 3 días sin agua y 4 sin luz, para ser exacto, y 5 días sin conexión a Internet. Inaceptable para un país que se hace llamar desarrollado, pensábamos, pero ahora, arrepentidos y avergonzados, bajamos la cabeza ante la realidad vivida por miles de compatriotas, que hasta el día de hoy siguen sin poseer los servicios básicos.


Es por esta razón, y cobijados en la calidez de nuestras sacudidas pero erguidas casas, que nos entra el bichito solidario que tanto creemos nos caracteriza, y metemos nuestras manos en los bolsillos para dar hasta que duela. Siempre y cuando, Don Francisco nos lo pida.


Esa es nuestra precaria realidad, la que nos hace gritar con orgullo que somos los campeones mundiales de la solidaridad, mientras gerentes de megaempresas suben al escenario a hacer algo de marketing disfrazado de compasión. Pero la consigna resulta, y conmovidos vemos a dos mandatarios de ideologías distintas abrazarse por haber superado la meta y haberse así ahorrado 30 mil palos del presupuesto fiscal. Todo un hito, y felices se lo refregamos en la cara a los países que no nos quisieron ayudar. Pero ojo, tampoco somos soberbios: esto lo hacemos sólo una vez al año.


Ese es el Chile actual, ese que cree que basta con mandar un saco de arroz y unas pilchas para que una familia viva por siempre abrigada y satisfecha; que cree que una mediagua puede reemplazar la dignidad de una vivienda construida con años de esfuerzo; ese que cree que el dolor de una pérdida, se supera con algo de lástima y misericordia.


No basta, compañeros, con enviar ayuda cuando alguien frente a una cámara de televisión nos instiga. No basta con proporcionar un plato de comida, cuando quien lo recibe debe alimentarse toda una vida, y no tiene una fuente laboral para hacerlo. No basta con levantar cuatro paredes de madera reciclada, cuando hacen falta muebles y electrodomésticos con qué llenarlas.


Tenemos compatriotas sufriendo lo indecible, sin baños y sin un techo donde dormir, atormentados por un planeta que no deja de remecerse y enrostrarles sin descanso el drama vivido hace poco. Niños que creen jugar al campamento, ignorando su condena a vivir dentro de una carpa por quien sabe cuantos meses más. Gente que lo perdió todo, y que ante la frustración y la catástrofe actuaron si pensar, y en respuesta les mandamos soldados con metralletas a apaciguar.


Debemos ser consecuentes con nosotros mismos, y fuera de agradecer que tenemos aún lo que otros perdieron, dejar de reclamar por vanalidades e ir a ayudar sin esperar que otro lo haga primero. Porque este país es fuerte, porque hemos renacido una y otra vez de nuestras cenizas, y nadie nunca nos ha visto flaquear. Porque la única consigna que debiera seguir latente es esa que se propagara durante la Guerra del Pacífico, esa que con verdadero orgullo nos recuerda que un chileno nunca se rinde, y que lejos de ser solidarios, somos hermanos nacidos de la misma Patria, y que debemos olvidar nuestras diferencias para apoyarnos cuando hace falta. El dolor de nuestro pueblo no termina cuando termina la Teletón; la reconstrucción de Chile recién comienza.

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